El connotado filósofo canadiense y uno de los
principales exponentes de la corriente comunitarista,
Charles Taylor, pone el dedo en
la llaga cuando expone con singular maestría
los tres grandes ?malestares en la cultura
posmoderna?1.
En primer lugar, menciona al individualismo. A primera
vista, nos advierte Taylor, el individualismo parece una de las
más grandes conquistas en la historia de la humanidad. A partir
del reconocimiento pleno de la autonomía del individuo y su
primacía sobre la pertenencia a un grupo determinado, al menos
en las naciones democráticas modernas, hoy en día la persona
tiene garantizadas por ley un número importante de libertades
entendidas tanto en sentido positivo (capacidad de goce) como
en sentido negativo (ausencia de impedimento). Lo anterior lo
exime de ser sacrificado en pos de criterios utilitarios considerados
trascendentales por la mayoría potencialmente tiránica.
El derecho a la autorrealización que propone el liberalismo,
siguiendo el ?harmless principle? de John Stuart Mill, puede ser
sintetizado como sigue: todas las opciones son igualmente respetables
siempre y cuando sean fruto de decisiones autónomas y
no da?en a nadie. Taylor, en un afán eminentemente provocativo,
califica este postulado como profundamente perverso.
En una alusión al famoso discurso de Benjamin Constant2,
Taylor compara la cultura posmoderna con la antig?edad clásica.
En aquella época, existía un sentimiento generalizado de
pertenencia a un orden mayor, trascendental a los individuos que
formaban parte de una cierta comunidad. Este orden le daba un
sentido a la vida perfectamente coherente y autosuficiente. Las
personas eran absolutamente conscientes de cuáles eran sus metas
y del método preciso para llegar a ellas. Estaban convencidas
de que existía algo más elevado que sus propias pretensiones aisladas
y como tal contaban con un soporte cultural que les permitía
reconocerse a sí mismos como parte de un todo armónico.
En cambio la multiplicidad de verdades que existe hoy
en día en las culturas liberales nos desarma ante una realidad
cada vez más confusa. Pareciera que se nos obliga a carecer de
criterios de corrección que nos permitan dotarle de un mayor
significado a nuestra existencia. En su pasión por la tolerancia y
el respeto el liberalismo confunde ambos con indiferencia. Somos
víctimas de una lacerante falta de pasión que nos conduce
como consecuencia a un achatamiento de nuestras vidas. Incapaces
de buscar un significado trascendental a nuestro existir nos
transformamos en ávidos consumidores de una impresionante
maquinaria destinada a crear y satisfacer falsas necesidades cada
vez más disparatadas. Aspiramos a un lastimoso bienestar. Concentrados cada vez más en un mísero ?yo? fracturamos nuestros
lazos comunitarios. En el sentido en el que Marx definiera la
alienación3, como que algo me es ajeno, perdemos la capacidad
de reconocernos a nosotros mismos. Sin una salida más prometedora,
nuestra animalidad despierta enterrando para siempre a
nuestra humanidad.
El segundo malestar en la cultura posmoderna es, para Taylor,
la primacía de la razón instrumental. Uno de los paradigmas
más fundamentales para la ciencia social moderna lo representa
la teoría de la elección racional. Somos racionales en tanto seleccionamos
los mejores medios para alcanzar los fines propuestos.
Pensamos siempre, o por lo menos así lo proponen los científicos
sociales más ortodoxos4, en relaciones costo-beneficio.
El provocador sociólogo irlandés, y catedrático de la Benemérita
Universidad Autónoma de Puebla, John Holloway, parte
desde el marxismo para presentarle al lector una perspectiva
por demás interesante5. Marx propone que lo que distingue al
ser humano de las bestias es su capacidad para proyectarse más
allá de la realidad material por medio de sus creaciones. En este
sentido la creación niega a la realidad más inmediata. La imaginación
del obrero se nos presenta en una situación de éxtasis, al
comienzo del proceso creador se proyecta más allá de la realidad
física hacia otra en potencia.
Dado que vivimos en un mundo continuamente alterado
por el proceso creador del ser humano, toda creación, propone
Holloway, es inherentemente social. El mismo proceso cultural
lo exige. Nacemos en un ambiente determinado que nos condiciona
y restringe.
La lógica calculadora de la razón instrumental termina por
pervertir el proceso creador del hombre como medio para reconocernos
a nosotros mismos y dotarle de sentido a nuestras vidas.
El resultado de nuestro trabajo ya no es un espejo en donde
nos podamos reconocer como seres humanos, si no un objeto
por demás fetichizado, sin ninguna relación con su creador.
El hombre es víctima de una lógica fría e impersonal. Estamos
encerrados en la ?jaula de hierro? weberiana. Incapaces de
formarnos criterios trascendentes, debido a su aparente irrelevancia
en la vida moderna, caemos víctimas de la imposición de
ideales ajenos, deshumanizados. Confundimos medios con fines,
y así se explica que lo que nació como meramente un medio
para facilitar el intercambio (el dinero) se convirtiera en el fin
de nuestras vidas.
El tercer y último gran malestar en la cultura es la política
liberal. Entendida esta última como una serie de instituciones
cuya función consiste en reproducir los dos malestares anteriores.
Se nos impone una serie de ?valores? cuya existencia es
fundamental para la reproducción de la dinámica propia del sistema.
Dichos valores lo materializan todo hasta que nos encontramos
incapaces de responder ante las injusticias de un mundo que parece cada vez más irreal.
La propuesta del filósofo canadiense no es, como pudiera
pensarse, un régimen anti-liberal. No comete el error de idealizar
las características de la libertad de los antiguos en la Grecia
clásica descritas por Constant, por el contrario llama a una reformulación
del liberalismo que permita proteger y alentar los
horizontes de sentido de la vida humana sin atentar en contra
de un concepto de libertad más razonable.
De todos los problemas que tiene nuestro querido México,
el más grave de todos y sin lugar a dudas la causa de muchos otros
males que padece es la poderosa indiferencia que nos somete a
una clase política cada vez más ávida de poder y ganancia.
Por supuesto sería trivial proponer, como lo hacen pensadores
de rasgos más utópicos como los anarquistas, refundar una
nación en donde rija algún sentido cuasi metafísico de solidaridad
universal.
Si algo nos han ense?ado las ciencias sociales, siendo el
Derecho uno de sus principales exponentes, es que el ser humano
actúa con base en incentivos. La creación y la manera
en que operan éstos es tema de continuos debates, y lo seguirá
siendo por muchos a?os. Sin embargo, una visión que se
aproxima lo suficiente a la realidad y que aprueba el criterio
de validez científica enunciado por Popper6 es el Institucionalismo.
En este sentido, las instituciones son los principales mecanismos
de creación y alteración de incentivos que existen. Vale la
pena por tanto remontarnos brevemente a la creación del Estado
mexicano moderno.
Sin lugar a dudas, la principal característica del Estado
mexicano, creación de Plutarco Elías Calles y sujeto a un posterior
refinamiento a manos de Lázaro Cárdenas, es el corporativismo.
El Partido Nacional Revolucionario pretendía agrupar
a todos los sectores de la sociedad en distintas corporaciones
a partir de las cuales sus miembros ejercieran una significativa
participación política desde la actividad económica que desarrollaran
en la sociedad. ?stos elegirían a sus líderes, los cuales,
cooptados por la élite política del país, permitirían la perpetuación
en el poder del partido oficial. El corporativismo, para ser
exitoso en su principal propósito (poder a perpetuidad), debía de
estar acompa?ado por una economía estatizada y centralizada.
La extensión de dicho ejercicio culminó con un aparatoso Estado
cuasi omnipresente en todos los ámbitos de la vida. Dicho
monstruo comenzó a derrumbarse con la apertura impulsada en
un principio por López Portillo y que culminó con la actuación
de Pedro Aspe Armella, Secretario de Hacienda del entonces
presidente Carlos Salinas de Gortari.
Si bien no somos más un país con un modelo de economía
mixta, ni tampoco un modelo neoliberal como lo afirman
erróneamente muchos7, las instituciones políticas y sociales del
país siguen correspondiendo a tal modelo. Dichas instituciones,
representadas en particular por las organizaciones de desarrollo
social de los tres niveles de gobierno, actúan con el ulterior propósito
de perpetuar para el cacicazgo en turno las redes clientelares
de las que éstos dependen para manipular elecciones a
su gusto.
El aparente objetivo de estas instituciones, la erradicación
de la pobreza, no es meramente una farsa sino una tergiversación
perversa con el propósito de ocultar lo evidente: dependen de la
perpetuación de niveles mínimos de pobreza para capitalizar el
clientelismo político para el cual fueron creadas.
Las instituciones descritas tienen efectos viciosos sobre la
psicología del mexicano, hace de ellos seres humanos pasivos,
incapaces de ayudarse a sí mismos. Y lo que es aún más grave,
acentúan la indiferencia con la que pensamos y actuamos, lacerando
de forma alarmante los lazos comunitarios que debieran
de dotarle de sentido a nuestras vidas.
La única solución a dicha problemática es reformar las instituciones
mexicanas8 de tal modo que no sólo no reproduzca
el ciclo de miseria que parece tener tan satisfecha a gran parte
de la clase política, sino que nos provea de incentivos tales que
permitan al mismo tiempo un mayor desarrollo de nuestra capacidad
autónoma de salir adelante sin perder de vista nuestros
horizontes de sentido culturales, en decir rescatar las críticas de
Charles Taylor, entre otros.
Es imperativo avanzar hacia la adopción de un liberalismo
económico más humano, que permita al hombre reconocerse
en su continua aportación creadora al mundo. Dicho avance es
irrealizable en nuestro país sin una reformulación de las instituciones
políticas y sociales que hasta el momento no han hecho
más que perpetuar el ciclo nocivo que nos tiene en la orilla del
precipicio. Habrá que ver si despertamos a tiempo antes de la
catástrofe.