Me parece que fue más o menos así. La enfermera dijo que la foto era mía, no de mi propiedad, sino mía por derecho, mía porque los fotones arracimados en el papel y ordenados bajo la curvatura de la silueta delineaban, según ella, mi imagen. Me mostró con el gesto dulce y comprensivo de sus dedos una figura opaca que se extendía sobre el material lustroso del fotograma. Entre las telara?as y los manchones de mis ojos alcancé a distinguir una forma peque?a, algo así como un bulto en forma de pera atravesado por franjas de anaranjadas y que parecía suspendido en medio de un pasillo con una anchura que tampoco se distinguía muy bien. Era un ni?o. Perfecto, me dije, al menos se ve algo.
Esas eran mis escasas satisfacciones. Usted no sabe lo que es estar medio ciego, ciego y viejo, amanecer siempre con la lengua seca moviéndose aprisa entre encías desdentadas, atareada como un molusco sin concha entre la arena, tener un cristal ahumado en cada ojo y huesos que enfría la lluvia. La vejez es difícil de entender.
Pero ella lo entendía.
La enfermera sonrió cuando vio los esfuerzos que hice por captar las formas del peque?o retrato con los ojos entornados. Porque era un retrato; entreví que la intención del fotógrafo era hacer un tributo minúsculo para una sola persona, a mí en particular, pues no había se?ales de más gente. Era una foto, de cuerpo entero, eso sí, pero un retrato al fin y al cabo.
Se fue, no sin antes ajustar los cojines que tenía bajo los ri?ones y preguntarme si necesitada algo. Desde entonces se agachaba exageradamente para hablarme, tanto que a veces tocaba con mi oreja su mejilla desnuda y bien lavada. En esa ocasión creo que se acercó lo suficiente para oler el aliento amargo que, según decía la enfermera anterior, desprendo luego de comer esas gelatinas verdes de los martes. Ah sí, entonces era martes.
?Le dejo la foto?, preguntó.
Durante breves instantes medité su proposición, no es que una foto sea algo especial, pues puede remplazarse mientras se tengan los negativos, pero una foto que aparentemente me reflejaba, un homenaje al ni?o que dejé de ser hace mucho era algo importante. Además, lo poco que distinguí me ocasionó una exasperación curiosa, como un escozor en las rodillas.
Sí, déjemela por favor, respondí al fin. La enfermera asintió con un murmullo y se retiró sin mencionar nada más.
Cuando volvió la ma?ana siguiente trajo más fotografías, algunas de ellas ya no eran retratos, sino representaciones múltiples, atestadas de personas, o eso parecían, y todas en torno a un individuo, que a través de mi visión nublada percibí como larguirucho y muy pálido.
Es usted. ?Se acuerda? Con sus hijos, prorrumpió.
Traté de discernir su sonrisa a través de la niebla perpetua que cubre mi visión. Una vez que logré enfocarla con mucho esfuerzo, en lugar de eso me encontré con unos ojos llorosos, quizá conmovidos por mi ceguera y mi memoria desportillada. No recuerdo haber tenido hijos, le espeté. Y estuve a punto de echarme a llorar.
Déle tiempo, ya verá que todo regresa, fue su respuesta. Me quitó las fotografías de la mano para ayudarme a llegar a la cama. Me regaló una caricia compasiva posando su palma ágil sobre mi cabeza desplumada. Una vez reclinado en el colchón, mudo por la angustia de no poder recordar ni siquiera un atisbo de la historia que aquella mujer trataba de devolverme, no le dirigí más la palabra; oí que se cerraba la puerta y sólo escuché una voz que como un caudal lejano me aseguraba que todo era cuestión de tiempo.
Estaba tan contento por ese cambio de actitud de la enfermera que las tardes que siguieron, durante los reposos en la terraza, me complacía imaginando que si no yo fuera una persona de edad, incluso hubiéramos corrido el riesgo de enamorarnos.
Después de varios intentos por luchar contra mis ojos y mis a?os sin obtener resultados, la enfermera no volvió a la carga con más fotografías. Quizá entendió que tratar a base de luces y figuras a un anciano con las pupilas veladas era inútil. Me parece que fue hace un mes que se sentó en el borde de la cama, y mientras yo hacía un esfuerzo por distinguir su rostro sobre la silueta azul y sin perfiles de su uniforme, me contó una historia, sobre unos hijos míos que vivían aquí y allá y unos nietos que preguntaban por mi estado cada que venían a verme.
No los recuerdo, le dije.
Dese tiempo, contestó. Luego volvió con una voz calmada y transida de paciencia a relatarme eventos desperdigados que me tenían como protagonista y que atraían desde el fondo de mi espíritu trozos de sensaciones agrietadas que nunca, por mucho que traté, pude ensamblar como recuerdos.
Me asusta, sabe usted más de mí que yo mismo, estoy seguro que lo dije con una sonrisa marchita y patética para agradecer el trabajo de esa mujer que cada día se empe?aba como rescatista indomable en sacar algo valioso entre los escombros de mi memoria.
?Cuándo vendrán a verme?, pregunté.
Sentí que se levantó con un poco de prisa, haciendo que el colchón rechinara ligeramente.
Pero si vinieron ayer, me dijo con melancolía helada.
Las semanas posteriores fueron angustiosas, tanto, que la enfermera me administró un nuevo somnífero para tranquilizarme. Hice muchos esfuerzos por atravesar la oscuridad que rodea mi pasado. A veces me pregunté por qué no olvidaba a la enfermera, pero debía ser la alegría que su palma suave y sus palabras gratas imprimían a ese lugar... Trato de recordar algo más que su voz y su mano, pero sus facciones me estarán siempre vedadas: sólo puedo evocar una mancha azul, de contornos indecisos recortada sobre el fondo blanco y aséptico del cuarto. Pero me temo que hasta su recuerdo también esté pronto a derrumbarse: una vez le reclamé que no hubiera venido en mucho tiempo, pero ella con un tono moderado replicó; pero si estuve con usted en la ma?ana. Me daban ganas de morir.
O por lo menos de eso me acuerdo.
Por esas fechas, en las noches en que ella me dejaba acostado y con el alma intranquila, tenía muchas pesadillas, especialmente una donde se mezclaban rostros y cuerpos en el incendio de lo que parecía ser un bosque de árboles enclenques y talados. Las imágenes quizás no instarían temor en esta época pues dudo que alguien no haya visto algo así en una pantalla de cine o en la televisión. No obstante, lo que convertía en monstruosos a esos episodios era la desazón que me inspiraban: una urgencia y una culpa que no dependían tanto de la enso?ación como tal, sino de la certeza lacerante de haber producido lo que miraba. Esos sentimientos parecían incrementarse con el avance del fuego y bailar con el mismo viento que lo propagaba; sentía que yo era el causante de todo ello y que mi falta, tremenda, se rizaba furiosa dentro de los bucles ardientes de las flamas. Las personas que ahí aparecían, a pesar de ser víctimas de fuego no mostraban sufrimiento, en la visión nadie daba alaridos ni parecía advertir que se estaba calcinando, mas yo observaba con horror y pesadumbre pedazos de orejas desprendiéndose como frutos negros de cabezas humeantes, brazos que alcanzaban coloraciones violáceas y que se consumían convertidos en amasijos informes, pechos que se convertían con rapidez en costras grasientas al rojo vivo y pies convertidos en mu?ones carbonizados. Esa era la puesta en escena de muchas de aquéllas noches. Noches muy solitarias. Repito que eso no espantaría a quien lo viese, pero como dije, todo ello me producía un sentimiento de angustia, incluso verg?enza, que me hacía querer gritar, pedir ayuda, pero no lograba ni agitar las manos. Como no podía despertar, en el sue?o me daba tiempo de adquirir, a pesar del holocausto, la seguridad de que los incinerados eran la gente de la fotografía.
Todo era evidente.
La enfermera me ofreció una explicación a todo cuando por fin me decidí a contarle por qué no dormía bien. Mis hijos habían sufrido mi abandono y trataban de acercarse a mí a través de ella. Los remordimientos me calcinaban. Ellos le habían proporcionado las fotografías con el encargo de mostrármelas y vigilar mis progresos. Le dije que nunca olvidaría lo que había hecho y solté una risilla triste. Ella sólo a?adió: Déle tiempo al tiempo.
Ayer se apareció, como siempre en su uniforme azul y algo que parecía un chaleco negro. Parecía una mu?equita envuelta en vapor. Me dijo a media voz, hay alguien que quiere verlo. Ella estaba al pie de la cama blandiendo una sonrisa lejana como una rajadura de porcelana cubierta de nubes. ?Quiere que les diga que pasen? Fue su pregunta.
Di un respingo al escuchar esto último. Moví las manos nerviosamente entre las sábanas, chasqueé los dedos, lo debí hacer con tanta fuerza que escuché tronar mis falanges, incuso mis dientes postizos rechinaron mordiendo un bolígrafo imaginario. La ansiedad se empezó a apoderar de mí con un martilleo de sangre bajo el cráneo. Traté de mover las manos como para hacerle una súplica, pero ella no se inmutó y preguntó de nuevo, ?Quiere que les diga que pasen? con una amabilidad perentoria que me sedó de golpe.
Que pasen, que pasen, dije en su susurro.
Eran mis hijos. Eran las personas que se quemaban de un modo tan espantoso cada noche. Lo sentí cuando toqué sus manos.
Eran la gente de las fotografías.
-?Está seguro de que eran sus hijos?-
?Cómo dice licenciado?
-?Y firmó algo?-
Firmé los papeles que me trajeron? Papá ya nos recuerda? Necesitamos que nos ayudes papá? y un beso limpio en el cachete ajado sin rasurar? La ni?a está bien? Uno de mis hijos me abrazó y una mujer de olor suave, mi hija, me llamó tres veces por mi nombre. Usted no lo entiende, ellos debieron llevarme de paseo?un descuido? pues todavía recuerdo risas y el canto agudo de un pájaro? ella les dio permiso. De seguro me perdí en el camino. De lo que no me acuerdo es del nombre del hospital. Ya le dije que no sé dónde están las medicinas ?dónde están mis hijos?